Desde una cuenta con una contraseña que es apellido levantino de G.D. pone en ignición su erdera, el suyo de cada siguiente día. Nuestra lengua es la que hablaremos mañana. Pero otra lengua, la palabra para cualquier otra lengua, presupone lengua y la unidad y, en otro momento, la genericidad (1) de todas las otras.
Pero ese espacio exterior y seguramente oscuro del erdera es donde vivimos. Mi lengua no es un recinto protegido y condenado a la idiotez. Se me hace ajena y, a veces, se me regresa sorprendentemente con la familiaridad del vocablo que bajó a por tabaco. Es una nube de insectos que acompaña mi trayectoria y es la nube de bastantes más, que cambia y se confunde con otras nubes, y hasta salta al hiperespacio from time to time.
Mi palabra es la urraca que ha ocupado la ciudad y hasta me regala con su azul secreto. La palabra me roba recuerdos que luego se me ofrecen de golpe en el nido abandonado de los años anteriores, de las fotos de mis padres, de todos quienes retaban a los acontecimientos que yo ahora pretendo conocer desde mi coign of vantage, que dice Lawrence. Esto es lo que se me dan las palabras. Un ardite. Francamente, querida.
Tomado de José Julián Soriano Alegre, Las palabras del atributo, AMG editores, Logroño, 2006.
(1) Destaco la unidad atributiva de todas las otras en este minuciosamente despreciable argumento; la genericidad es cosa de bibliotecarios. [N. de Soriano]
Tomado de José Julián Soriano Alegre, Las palabras del atributo, AMG editores, Logroño, 2006.
(1) Destaco la unidad atributiva de todas las otras en este minuciosamente despreciable argumento; la genericidad es cosa de bibliotecarios. [N. de Soriano]
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