La lingüística regala a su cultivador la dulce evanescencia de la informática recreativa y sus interludios, más que nada por mantener una conversación con otros colegas como si se fuera perito en esa segunda materia.
Lo cierto es que entre las lenguas de los hombres y los lenguajes de los ordenadores se establece una relación ambigua, que nos recuerda a la dialéctica –por llamarla de algún modo– entre los que, hace mucho, mucho tiempo y en una galaxia muy, muy lejana, discutían si la lingüística era una parte de la semiótica o si está quedaba englobada por aquélla, en una suerte de englobamiento paradigmático, suponemos.
Y es que una de las ventajas más importantes de la actividad científica es que podemos cultivarlas razonablemente sin necesidad de haber aclarado las ideas que nadan entre dos aguas y que uno nunca se puede sacudir, demonios cargantes de alguna mitología que seguimos llevando a cuestas.
Lo cierto es que entre las lenguas de los hombres y los lenguajes de los ordenadores se establece una relación ambigua, que nos recuerda a la dialéctica –por llamarla de algún modo– entre los que, hace mucho, mucho tiempo y en una galaxia muy, muy lejana, discutían si la lingüística era una parte de la semiótica o si está quedaba englobada por aquélla, en una suerte de englobamiento paradigmático, suponemos.
Y es que una de las ventajas más importantes de la actividad científica es que podemos cultivarlas razonablemente sin necesidad de haber aclarado las ideas que nadan entre dos aguas y que uno nunca se puede sacudir, demonios cargantes de alguna mitología que seguimos llevando a cuestas.
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