En el concurso televisivo contemplamos las invencibles dificultades de algunas personas adultas cuando se trata de sumar, restar, multiplicar o dividir de cabeza.
Lo notable del asunto es que muchas no son capaces sino realizar la operación que se les solicita “literalmente”, por así decir; en algunos casos se diría que incluso “visualizan” los correspondientes trazos en la pizarra. O no les enseñaron, o se les olvidó o nunca sospecharon que la asociativa y la distributiva son propiedades que se refieren a conocidos trucos que aligeran la carga. Ni se les paso por la cabeza que estos trucos -como la metonimia del orador- no precisan que se conozcan tales propiedades escolarmente: Así, pongamos por ejemplo, para restar 29, restamos treinta y sumamos uno. Para dividir 129 por 3, si nos viene mejor, dividimos 120 por tres, luego 9, y sumamos, algo que practicaban algunos compañeros míos de párvulos antes de que nos convirtiéramos en delincuentes juveniles.
En fin, descubrimos en algunos amables participantes que la obediencia no ya al algoritmo, también a su caligrafía y tonta ceremonia, es total, con las perniciosas consecuencias prácticas que son conocidas, al menos cuando uno es concursante televisivo, al que los nervios u otras circunstancias pueden además afectarle negativamente.
Sospechamos que la reverencia supersticiosa al método con que se identifica a la aritmética elemental es otro de los síntomas de una enseñanza a la que habría que retirarle todo crédito, a interés simple o compuesto.
Lo notable del asunto es que muchas no son capaces sino realizar la operación que se les solicita “literalmente”, por así decir; en algunos casos se diría que incluso “visualizan” los correspondientes trazos en la pizarra. O no les enseñaron, o se les olvidó o nunca sospecharon que la asociativa y la distributiva son propiedades que se refieren a conocidos trucos que aligeran la carga. Ni se les paso por la cabeza que estos trucos -como la metonimia del orador- no precisan que se conozcan tales propiedades escolarmente: Así, pongamos por ejemplo, para restar 29, restamos treinta y sumamos uno. Para dividir 129 por 3, si nos viene mejor, dividimos 120 por tres, luego 9, y sumamos, algo que practicaban algunos compañeros míos de párvulos antes de que nos convirtiéramos en delincuentes juveniles.
En fin, descubrimos en algunos amables participantes que la obediencia no ya al algoritmo, también a su caligrafía y tonta ceremonia, es total, con las perniciosas consecuencias prácticas que son conocidas, al menos cuando uno es concursante televisivo, al que los nervios u otras circunstancias pueden además afectarle negativamente.
Sospechamos que la reverencia supersticiosa al método con que se identifica a la aritmética elemental es otro de los síntomas de una enseñanza a la que habría que retirarle todo crédito, a interés simple o compuesto.
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