Nos hemos puesto pedagógicos y nos da por recordar nuestras perplejidades de estudiante. No sólo el latín, claro, no sólo la física y las matemáticas; pero éstas sobresalían entre las que pasaban entre los pupitres sin dejarse arrancar su coraza hermética.
En consecuencia, se nos ofrecían reglas que venían a solucionar problemas o situaciones que se habían de tipificar previamente, generalmente por signos lingüísticos bastantes oblicuos o accidentales.
Pero la comprensión no sería nada mágico, ni metafísico, ni hermenéutico, ni empático, ni trascendente. Si damos un criterio de demarcación, que no una definición, comprender se distinguiría por la capacidad de justificar o valorar cualquiera de los posibles algoritmos. Lo que se necesita para eso.
En consecuencia, se nos ofrecían reglas que venían a solucionar problemas o situaciones que se habían de tipificar previamente, generalmente por signos lingüísticos bastantes oblicuos o accidentales.
Pero la comprensión no sería nada mágico, ni metafísico, ni hermenéutico, ni empático, ni trascendente. Si damos un criterio de demarcación, que no una definición, comprender se distinguiría por la capacidad de justificar o valorar cualquiera de los posibles algoritmos. Lo que se necesita para eso.
El enojo del profesor que, tras haber fracasado en la explicación de la física, veía que sus alumnos eran incluso incapaces de solucionar el problema que él había resuelto tantas veces en la pizarra era un pequeño escándalo. El había tenido que renunciar a su misión, pero no apreciaba que los alumnos sí podían percibir que aquel mecanismo (por ejemplo, dividir la diferencia de potencial siempre por la resistencia, magnitudes que se reconocían por las cercanas y respectivas ocurrencias de las palabras "voltios" y "ohmios") no era lo que su profesor tenía que enseñarles.
(Después vino la llamada Selectividad, con lo que los mecanismos y los automatismos acabaron por emponzoñar cursos enteros, mientras generaciones pedían a sus profesores aun más y más esquemáticos recetarios.)
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