Las palabras de amor se tasan en un mercado bien definido y, como es sabido, las palabras de amor cuentan distinto si las dice Agamenón o si las dice cualquier otro.
También está quien las escucha y, desde luego, quien se las escucha decir: “regalo mi oreja sabia desde mi boca de oro.”
La fórmula que recordamos de Zorrilla (¿No es verdad [o no es cierto] … y aquí la proposición consiguiente, tal vez tras un vocativo de alta escatología) suena desde luego a interrogación retórica. Imaginemos a una doña Inés más bragada –la que se impondrá a huesas y demonios–, esto es, más enérgica, que negase alguno de los extremos del discurso de don Juan. Imaginémoslo de una doña Inés talmente enamorada, pero quizá sólo un poco más burguesa o más sensatamente enamorada. Inés niega, pero añade que los accidentes atmosférico-ribereños-florales de las redondillas del burlador son irrelevantes. O que su impacto en su fisiología no hace al caso,e imaginemos también que lo diga sin dejar de alabar la pequeña elegancia o la macarrada suprema de situarse a un lado del proceso en cuanto a la virtus erotica: "Y estas palabras que están /filtrando insensiblemente / tu corazón, ya pendiente / de los labios de don Juan, / y cuyas ideas van / inflamando en su interior / un fuego germinador / no encendido todavía"
O que señalase incluso que desdicen de lo que debiera ser un lenguaje al que ella siempre estaría atenta, pero que debe alcanzar ciertas calidades que no tienen que ver con el brillo de la Luna. O que quizá, más bien, sólo acompañan o son concomitantes o causantes de una prestancia masculina muy adecuada a la situación, es decir, que esas palabras actúan directamente sólo sobre su decidor. En cualquier caso, no son las palabras, concluimos.
O imaginemos a un infeliz, o no tanto, que utiliza los versos de Zorrilla para digamos enamorar a una incauta, o que no lo es tanto. Pero las palabras de amor, en fin, no lo son por su textura o sus harmonías, dirá alguno, sino por el suelo en el que caen y por quien las recoge. Por eso, las verdaderas palabras de amor deben ser falsas y deben ser frívolas. Eso exige el arte. Lo exige sobre todo del público, de los públicos como Dios manda.
También está quien las escucha y, desde luego, quien se las escucha decir: “regalo mi oreja sabia desde mi boca de oro.”
La fórmula que recordamos de Zorrilla (¿No es verdad [o no es cierto] … y aquí la proposición consiguiente, tal vez tras un vocativo de alta escatología) suena desde luego a interrogación retórica. Imaginemos a una doña Inés más bragada –la que se impondrá a huesas y demonios–, esto es, más enérgica, que negase alguno de los extremos del discurso de don Juan. Imaginémoslo de una doña Inés talmente enamorada, pero quizá sólo un poco más burguesa o más sensatamente enamorada. Inés niega, pero añade que los accidentes atmosférico-ribereños-florales de las redondillas del burlador son irrelevantes. O que su impacto en su fisiología no hace al caso,e imaginemos también que lo diga sin dejar de alabar la pequeña elegancia o la macarrada suprema de situarse a un lado del proceso en cuanto a la virtus erotica: "Y estas palabras que están /filtrando insensiblemente / tu corazón, ya pendiente / de los labios de don Juan, / y cuyas ideas van / inflamando en su interior / un fuego germinador / no encendido todavía"
O que señalase incluso que desdicen de lo que debiera ser un lenguaje al que ella siempre estaría atenta, pero que debe alcanzar ciertas calidades que no tienen que ver con el brillo de la Luna. O que quizá, más bien, sólo acompañan o son concomitantes o causantes de una prestancia masculina muy adecuada a la situación, es decir, que esas palabras actúan directamente sólo sobre su decidor. En cualquier caso, no son las palabras, concluimos.
O imaginemos a un infeliz, o no tanto, que utiliza los versos de Zorrilla para digamos enamorar a una incauta, o que no lo es tanto. Pero las palabras de amor, en fin, no lo son por su textura o sus harmonías, dirá alguno, sino por el suelo en el que caen y por quien las recoge. Por eso, las verdaderas palabras de amor deben ser falsas y deben ser frívolas. Eso exige el arte. Lo exige sobre todo del público, de los públicos como Dios manda.
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